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“Una excursión a los indios ranqueles” (1870) de Lucio V. Mansilla

Publicado: 2010-04-04

Sintonizar con precisión el diálogo que existe entre Una excursión a los indios ranqueles[1] y el Facundo exige admitir, en primer lugar, que pese a la presencia indudable de un territorio ideológico compartido por ambos libros -un territorio articulado y desarticulable a partir de la dicotomía civilización/barbarie-, tampoco se puede dudar que los modos discursivos privilegiados por Mansilla y Sarmiento son radicalmente diferentes: un dato que, sin serlo, podría parecer banal. Hablamos, ciertamente, de dos textos híbridos, aunque en distinto sentido: el Facundo convoca la biografía, la historiografía, el ensayo, el cuadro de costumbres, para ofrecer un diagnóstico de la realidad nacional que ostenta el prestigio y la solemnidad de los documentos oficiales y urgentes para el futuro de la patria; mientras que, en un tono asimismo trascendental aunque a la vez ligero y frívolo -volveré sobre esta rara avis-, el texto completo de Una excursión que tenemos hoy entre manos es el compendio de una serie de cartas publicadas en el diario La Tribuna, entre mayo de 1870 hasta su aparición en forma de libro ese mismo año.

A la vez que dicta efectos convencionales, la elección del género epistolar facilita profundas reconversiones ideológicas. Si estudiamos la dicción del narrador epistolar, veremos que la apelación directa a un destinatario, a un “tú amigo”, -Héctor F. Varela, a.k.a. “Orión”-, permite modular una entonación coloquial y afectuosa en la que se entretejen, en el mismo plano y en tumultuosa sucesión de oraciones largas y párrafos brevísimos -síntesis que imprime un signo de oleaje a la lectura-, enunciados finalmente heterogéneos: así, las evocaciones personales del narrador y los protocolos de la amistad fluyen en el mismo bastidor de las observaciones “etnográficas” y los comentarios políticos. La ceremonia dialógica de la confraternidad -entre camaradas o entre iguales, vamos a decir-, es el sitio de tránsitos, la orilla de flujos y reflujos,[2] donde las fronteras infranqueables y las jerarquías rígidas se relativizan y se vulneran, declarando su incapacidad de contención y discriminación. En el nivel de la anécdota, el fogón nocturno alrededor del cual los diecinueve expedicionarios, jefes y subalternos, laicos y religiosos por igual, se refugian para comer, beber y contarse historias -preferentemente fantásticas o terroríficas, como el memorable relato del cabo Gómez-[3] sería la inscripción metafórica de una textualidad abierta -quizá lisa y nomádica-[4], en la cual la digresión como estrategia narrativa ilustra un descentramiento estructural generalizado. Persiguiendo cada guía del rizoma, es posible imaginar una reescritura -inversión, desactivación, neutralización-  de las categorías sarmientinas de civilización y barbarie, y del tipo de vínculo que las une.   

El campo de reescritura más evidente está salpicado por las numerosas opiniones personales y, al parecer, antojadizas e inconducentes de Mansilla, el narrador epistolar. Sin postularse a sí mismo como un filósofo político ni como un tratadista académico, lo cierto es que Mansilla lanza múltiples juicios explícitos sobre la civilización y la barbarie, bajo la forma del “dictamen casual, frívolo e irónico” que es transmitido, en aparejados registros, a un amigo personal -un corresponsal- y al lector impersonal del diario: con el primero, se puede ser caprichoso, vehemente, volátil; al segundo, hay que entretenerlo con múltiples eventos y aventuras. Ahora bien, se debe reconocer, inicialmente, que la autorrepresentación de Mansilla se bifurca, como suele ocurrir en los textos protagonizados por un narrador-personaje. Por un lado seguimos el rumbo del héroe dinámico, el coronel en misión oficial, agente a la vanguardia de la expansión político-económica estatal, que decide visitar a los ranqueles con la intención de “probarles a los indios con un acto de arrojo, que los cristianos somos más audaces que ellos y más confiados cuando hemos empeñado nuestro honor” (26). Por supuesto, esta aventura del honor encierra un proyecto en sí mismo además de proponer una sinécdoque: implica la traducción y la concentración, en un solo gesto ético, de un ambicioso proyecto estatal de conquista y colonización territorial que debía ser, idealmente, diplomática y pacífica -Mansilla viaja para ratificar un tratado de paz y sueña con un ferrocarril-, pero que tendría su realización perversa -ajena, como veremos, a las reescrituras que se desprenden de Una excursión- en la Campaña del Desierto, con la que se inauguró la ominosa y promisoria década del ochenta.[5]

Sujetando la pluma, está el “Mansilla comentador”: un sujeto que contempla y escribe mientras su doble heroico cabalga y actúa; un espectador autodefinido por su experiencia de viajero cosmopolita, por su fina capacidad de observación de la naturaleza y las costumbres humanas, y por su condición de lector de literatura europea. Esta triple legitimación del segundo Mansilla no es análoga a la de Sarmiento en el Facundo, quien se autorretrata como el único depositario de un secreto cultural arrancado a un espectro insigne: por el contrario, la incontinente doxa de Mansilla obedece, con insólita consistencia, a una “alabanza de la barbarie” y a un “menosprecio de la civilización” que se camuflan bajo la ligereza de lo jocoso y lo superficial. Uno de los ejemplos más claros de que, en Mansilla, la frivolidad es una forma del rigor, y de que esta interacción entre la solemnidad y la liviandad resulta exitosa, está en el capítulo décimo, en el cual hay una requisitoria contra el progreso cuyo exquisito argumento central es la carencia de “inspectores de hoteles”, un gremio urgentemente necesitado para aliviar las incomodidades de los viajeros.[6] A la vez que se comenta, con el calculado refinamiento de un dandy, esta circunstancia prosaica de los viajes, se alude fugazmente a la masacre de la guerra del Paraguay -en la que participó Mansilla, que luego criticó- y al plan, nefasto para Mansilla, de exterminar a los indios en lugar de “cristianizarlos, civilizarlos y utilizar sus brazos para la industria, el trabajo y la defensa común” (103). Estas dos fulminantes alusiones, sin embargo, no ocupan más de dos párrafos, al tiempo que la invectiva contra los hoteles ocupa más de una página. Se disculpa de la desproporción, autoconsciente y conversacional, Mansilla: “Te hablo y te cuento estas cosas porque vienen a pelo. Y no tan a humo de paja, pues, más adelante verás que ellas se relacionan bastante, más de lo que parece, con los indios”. (103, mi subrayado). La piedra de toque de la final seriedad de Mansilla es que estas súbitas opiniones frívolas, que espolvorean el texto sin aparente orden ni propósito, forman parte de un proyecto coherente y riguroso de representación del “indio argentino”, que podría entenderse como una reescritura de versiones previas -esa tradición inaugurada por Esteban Echeverría en La cautiva.

Penetrar en el toldo de Don Mariano Rojas no implica, para Mansilla, un ingreso en terra incognita: la convención es otra, pues aunque se finge una simultaneidad entre el presente de la historia y el presente de la enunciación, la cual conllevaría una sincronía entre los descubrimientos del héroe y los hallazgos del lector, es innegable que el narrador epistolar está revelándole al amigo y al lector -a quienes considera ignorantes de una realidad por él dominada-, un pre-conocimiento vasto y exhaustivo del entorno y sus pobladores. Sin duda este conocimiento previo es fruto de la observación directa, pero también de la lectura; aunque no de la lectura de libros europeos, que son los que aparecen citados una y otra vez, sino de una tradición nacional argentina, que está silenciada en la superficie del texto de Mansilla. Yo diría que los textos centrales invocados aquí serían el Facundo (1845) de Sarmiento y La cautiva (1837) de Echeverría; pese a que, por motivos de cronología, sería inexacto incluir el Martín Fierro (1872 y 1879) o el Juan Moreira (publicada como folletín entre 1878-1880) en el inventario de inter-textos directos, sí creo posible trazar un mapa deliberadamente anacrónico de influencias y relecturas. Sin ánimo ni tiempo de ingresar en los textos listados, me atrevería a plantear que las imágenes interpeladas, borradas y reescritas por Mansilla son las siguientes: lo indio como sitio irracional de una turba sanguinaria y vampírica (Echeverría); lo indio como promesa utópica fallida de reposición de la edad dorada de una estancia a-histórica (Martín Fierro, Ida); lo indio como infierno del vicio y la ilegalidad irredimibles (Martín Fierro, Vuelta); y lo indio como traslación fronteriza del “barrio malo”, sub-urbano, sórdido y rufianesco (Juan Moreira).[7]

Hasta la aparición de Miguelito en el capítulo veintisiete, las coordenadas de la reescritura son, básicamente, dos y están sintetizadas en una frase reveladora: “No es tan fácil penetrar en el toldo del Señor General Don Mariano Rosas”. (251) En primer lugar, se trata de llegar, tras una larga y compleja serie de ritos y parlamentos, al cuerpo de un soberano, poderosa figura sedentaria que irradia en torno suyo un sistema defensivo y protocolar de tortuosos y coreográficos círculos concéntricos que ponen a prueba la paciencia de Mansilla y lo subordinan, provocando un tenso equilibrio entre la sumisión y el desafío, a un protocolo alternativo y racional de legalidad y civilidad. A pesar de la supuesta “desconfianza” de los ranqueles, mil veces comentada en la obra, la existencia misma de estas normas de transacción con el “afuera” revela una apertura cultural que los determina profundamente. En segundo lugar, “llegar a Rosas” no implica “acceder a un indio”, si en esta última frase localizamos la idea de trasponer un umbral decisivo entre dos ámbitos irreconciliables: en otras palabras, de ingresar a un terreno radicalmente alterno del propio que sería, en sí mismo, internamente homogéneo en su barbarie compacta, idéntica a sí misma. Lo opuesto es verdadero: la pureza de lo arcaico y primitivo no tiene aquí lugar, como tampoco halla sitio un riesgo de contaminación (pensemos en El matadero) que el Mansilla-personaje niega con su actitud resuelta y frontal: como sabemos, siempre está dispuesto a “topar fuerte”, a cargar y dejarse cargar.  

El mundo cultural de los ranqueles, organizado, político, jerárquico, es un producto denso e inestable, resultado de pasajes y costuras multidireccionales que se manifiestan, por lo menos hasta el capítulo veintisiete, en numerosas marcas textuales: no son las menos importantes de ellas la inextricable convivencia de indios, blancos y mestizos, tres categorías insuficientes por sí solas que, más de una vez, se superponen y entremezclan indiscerniblemente en un solo sujeto (Epumer, hermano de Rosas, sería un ejemplo)[8] ; como tampoco el dato de que muchos indios dominen el español. Escasos son los indios ranqueles que no hayan negociado, de una forma u otra, con la llamada “civilización”, mediante mudanzas espaciales o culturales que han redefinido su identidad.[9] El mismo Mariano Rosas, como se revelará más adelante, es parcialmente un hijo de la civilización: de hecho, su nombre cristiano proviene de la circunstancia de haber sido cautivo del mismo Juan Manuel de Rosas, tío de Mansilla.

 La evidencia acumulada me lleva a creer que más que una incursión o una excursión, conceptos que conducen a la noción de penetrar en un recinto cerrado, profundo, estático (“tierra adentro”), sería más adecuado describir la aventura de Mansilla y sus dieciocho hombres como un lento y progresivo re-conocimiento de la matización, híper-parcelada en gamas incalculables, de un espacio socio-cultural móvil -por ende, histórico- que se propone como contra-ejemplo neutralizador de la dicotomía civilización/barbarie, en tanto categoría explicativa del universo y legitimadora del “estriamiento” nacionalizador del espacio. La bipartición en esferas mutuamente excluyentes se descubre, de este modo, como una operación insatisfactoria que no describe, sino que adultera y simplifica lo irreductible a la cerrada fórmula sarmientina. Estas operaciones intelectuales desestabilizan el más duradero legado de Sarmiento y ponen en crisis las bases epistemológicas de la Campaña del Desierto[10]; sin embargo, el revolucionario proyecto representacional de Mansilla, sin dejar de ser coherente y consistente, jamás alcanzó una traducción política pragmática y unívoca, capaz de competir con aquélla en el teatro de la historia.[11] Tal vez en la misma naturaleza compleja y abierta de Una excursión a los indios ranqueles esté la explicación de esa incapacidad.

Notas:

[1] Empleo una vieja edición de 1944 en dos tomos: Una excursión a los indios ranqueles. T 1. Buenos Aires: W.M. Jackson, 1944.

[2] Entiendo este concepto borgeano, comentado (y quizá enriquecido) por Beatriz Sarlo, como un lugar de transacciones multidireccionales a partir del cual toda contraposición binaria entre bloques homogéneos queda minada.

[3] Por otro lado, ¿podríamos pensar en el fogón, también, como la versión pampeana del salón gótico, donde se conjuran las fantasías opresivas de la alteridad a través del ritual de la narración oral colectiva? Me refiero aquí a una posibilidad de lectura en clave de “gótico imperial” (ver Dabove, Juan Pablo: “La cosa maldita: Leopoldo Lugones y el gótico imperial”. Revista iberoamericana. LXXV.228 (Julio-Setiembre 2009): 773-792.

[4] Aludo aquí con muchas dudas a la distinción hecha por Deleuze y Guattari en Nomadology: The War Machine. Básicamente, la contraposición relevante se da entre el espacio liso habitado por la máquina de guerra nómade, y el espacio estriado, delimitado y controlado por el estado moderno. ¿Habitan los ranqueles un espacio abierto y liso? La presencia de un orden político sedentario y territorial, de un aparato “estatal” que recuerda a una confederación de cacicazgos, cuestiona la aplicación directa de la contraposición. 

[5] “Mansilla’s account of his efforts to arrange a peaceful settlement, Una Excursión a los indios ranqueles (1870), is both factual and picturesque. In it he offers strong hope of attaining lasting peace, of bringing civilization and Christianity to the Indian, and of incorporating him as a useful element into Argentine life”. (26-7). McMahon, Dorothy. “The Indian in Romantic Literature of the Argentine”.  Modern Philology. 56.1 (Aug. 1958): 17-23.

[6] “Empero, mientras los gobiernos no pongan remedio a ciertos males, yo continuaré creyendo en nombre de mi escasa experiencia, que mejor se duerme en la calle o en la Pampa que en algunos hoteles”. (99).

[7] Por supuesto, una obra fundacional en este sentido sería La Araucana de Ercilla, que en consonancia con su aliento épico resalta los valores guerreros de los araucanos.

[8] “Es un hombre como de cuarenta años, bajo, gordo, bastante blanco y rosado, ñato, de labios gruesos y pómulos protuberantes, lujoso en el vestir, que parece tener sangre cristiana en las venas”. (295-6). 

[9] Estos serían “Los recalcitrantes, los viejos, los que jamás habían vivido entre los cristianos, los que no conocían su lengua, ni sus costumbres, los que eran enemigos de todo hombre extraño, de sangre y color que no fuera india, creían en los vaticinios de las brujas” (271).

[10] Y su condición de posibilidad básica, que pasa por la siguiente definición de la pampa como vacío nacionalizable: “La pampa no era un desierto (lo era sólo por metáfora, en tanto vacío de “civilización”), ni el Genocidio podría haber sido Conquista toda vez que ocurría en el seno de un espacio sobre el que el estado reclamaba previamente soberanía” (Dabove 2009: 778).

[11] Para Nicolas Shumway la explicación es más sencilla: “More a friend of chatty comment and flippant witticism than of rigorous thought, Mansilla quickly abdicates intellectual responsibility to probe deeper by calling himself “nothing but a modest chronicler” and proceeds to the next anecdote”. (260). Consultar The Invention of Argentina. Berkeley, Los Angeles, London: University of California Press, 1993.


Escrito por

Luis Hernán Castañeda

Escritor. He publicado las novelas "Casa de islandia", "Hotel Europa", "El futuro de mi cuerpo" y "La noche americana".


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