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“El hablador” (1987) de Mario Vargas Llosa: una metamorfosis transcultural

Publicado: 2010-04-09

 

La crítica que se ha ocupado de El hablador (de 1987) ha tocado dos asuntos: primero, las rupturas internas de la nación-estado peruana contemporánea por la co-presencia conflictiva y desigual de mundos culturales heterogéneos; y, en relación con el primer problema, el autorretrato del escritor latinoamericano moderno en vínculo especular y nostálgico con su contracara tradicional, el narrador oral. En estas páginas, quiero leer esta novela en polémica con una línea muy influyente de la narrativa latinoamericana del siglo XX: el linaje de los llamados “narradores transculturados”, etiqueta del crítico uruguayo Ángel Rama para un conjunto de escritores que transformaron el rostro del indigenismo a partir de la segunda mitad del siglo pasado: José María Arguedas, Miguel Ángel Asturias, Rosario Castellanos, entre varios otros.

El hablador es una novela crítica respecto de las posibilidades de renovación y supervivencia del indigenismo. Este hecho nos lleva a pensar en un ensayo de Vargas Llosa sobre el mismo asunto: La utopía arcaica: José María Arguedas y las ficciones del indigenismo (de 1996). Mi presentación surge de una pregunta: ¿por qué será que, en su libro, Vargas Llosa jamás alude a Rama, pese a su indudable importancia? Mi respuesta es que, en realidad, sí lo considera, le responde y pretende refutarlo: El hablador es el vehículo de su respuesta.    

El concepto de transculturación narrativa es una de las categorías más fértiles del pensamiento teórico de nuestro continente. En Transculturación narrativa en América Latina (de 1982), Rama plantea que la cultura latinoamericana posee una energía reformuladora y transformadora, que opera sobre dos matrices culturales: la tradición heredada del pasado de la propia cultura latinoamericana, en la cual lo indoamericano es el componente esencial; y las aportaciones modernizadoras de la cultura europea. La transculturación narrativa, es decir, la que atañe a la prosa, ocurre en tres niveles distintos: la lengua, la estructura y la cosmovisión. Resulta evidente que, en El hablador, los tres niveles ofrecen sitios de intersección creativa de lo occidental y lo tradicional: así lo testimonian la lengua “reelaborada” de Mascarita, la estructuración contrapuntística, y la reescritura de la mitología machiguenga. Sin embargo, sería anacrónico considerar la novela de Vargas Llosa como una “novela transculturada”. Pese a ello, tal vez sí podamos encontrar en ella una interpelación de la productividad literaria y cultural de la narrativa transculturada.

El argumento de la novela nos la presenta como una historia de reencuentros y compensaciones: las recompensas de la ficción, frente a las limitaciones de la que Vargas Llosa llama “realidad-real”, ocupan el centro de la escena. El texto al que el lector accede es la obra de un narrador innominado, que se encuentra en Florencia y desde allí evoca distintos capítulos de su amistad con un viejo compañero de la universidad: Saúl Zuratas, alias “Mascarita”, estudiante de etnología. Lo que une a estos dos camaradas es un recurrente tema de discusión: la cultura machiguenga, una etnia compuesta por desperdigados grupos nómades que se desplazan por las regiones más apartadas de la selva peruana. El escritor recuerda que los machiguengas fueron poco a poco convirtiéndose, para Mascarita, en una obsesión, a tal extremo que sus continuos viajes a la Amazonía terminaron por afectarlo más allá de lo esperado. En un determinado momento, este amigo desaparece de Lima; se esfuma por completo, como los personajes de Paul Auster. Pasan los años, y la relación del escritor con los machiguengas prosigue por una ruta diferente: no sólo realiza dos viajes a la selva para saber más de ellos, sino que lee todo lo que encuentra a su paso para informarse más acerca de la etnia, que ha entrado en un irreversible proceso de aculturación. Sus viajes e investigaciones se descubren, más pronto que tarde, como los síntomas de una preocupación tan duradera y un interés tan apasionado como los de Mascarita: los que el escritor desarrolla por los “habladores”, una curiosa institución de narradores orales trashumantes que parece sobrevivir, como un vestigio de otros tiempos, entre los machiguengas. Estos “habladores”, contadores de cuentos que viajan relatando historias, mitos y chismes, le tienen deparada otra sorpresa: más de veinte años después de la desaparición de Mascarita, el escritor cree saber que éste ha realizado un “pasaje cultural” y se ha metamorfoseado en uno de esos habladores que tanto lo enardecen. Este descubrimiento permanece, siempre, en el plano de las conjeturas, lo cual no impide que el escritor produzca un texto -la novela que el lector tiene entre manos- donde dicho pasaje cultural se da por cierto, y donde se brindan versiones posibles de las historias relatadas por tan peregrino hablador “transculturado”. De hecho, los capítulos pares reconstruyen imaginariamente los relatos del hablador.

Es  innegable que en esta novela presenciamos la interacción de dos voces narrativas: la de un primer narrador -el anónimo narrador autoficcional, al que insensiblemente identificamos con Vargas Llosa -, y que abre el relato en su primera línea; y la del segundo sujeto de enunciación que le toma la posta en los capítulos pares, y que no tarda en revelarse como una versión ficcionalizada de Mascarita. Contra lo que podría asumirse, la interacción entre narradores no moviliza un diálogo ni un contrapunto de perspectivas análogas, desde que la voz de Zuratas, personaje inventado a partir de una amalgama de recuerdos y fantasías, se descubre rápidamente como un artificio ficcional “inventado” por el primer narrador. Dicho de otro modo, el núcleo de esta novela altamente autorreflexiva está dado por una de las decisiones narrativas básicas que debe asumir todo novelista: la creación de una voz, una entonación, un punto de vista.

Resulta evidente que el hablador y el escritor pertenecen a un mismo gremio. La hipótesis no resulta extraña, después de precisar que el problema que le interesa explorar al primer narrador de la novela a través de la creación de un “Mascarita personal”, es el lugar del “productor de ficciones” en relación con su comunidad. La fascinación que Mascarita ejerce sobre su viejo amigo nace de la profunda hermandad que los une. Esta hermandad descansa en una vocación compartida: para este escritor obsesionado con los habladores machiguengas, tanto el rol del escritor como el papel del hablador remiten a una misión específica y excluyente, un sacerdocio secular de estirpe flaubertiana: se trata, pues, del mito del escritor moderno como artesano, un modelo que, en América Latina, se entremezcló con la figura del “escritor comprometido”, capaz de dar voz al “otro” o, al menos, de hablar en su nombre. Hablamos, empero, de una hermandad asimétrica. Claramente, el escritor moderno entiende ser superior a su doble primitivo; no obstante ello, el hablador machiguenga puede alardear de poseer una conexión orgánica con su pequeña sociedad, y un prestigio incalculable sobre su hechizado auditorio, que el novelista contemporáneo siente que ha perdido. Encarado así el problema, El hablador sería una novela melancólica, consagrada a oficiar el duelo por una pérdida que gravita, fantasmalmente, en la subjetividad del primer narrador.

Volvamos a la trama. Con el paso de los años, Mascarita se transforma de defensor de los derechos de los machiguengas, en un “hablador”. La solidaridad de los años juveniles se traduce en un proyecto político-cultural operativo, fértilmente trasladado de la planificación a la práctica. El producto de dicha conversión está distribuido en los capítulos tres, cinco y siete de la novela, que ofrecen una reconstrucción escritural del discurso oral de este hablador converso: una corriente de mitos, relatos y noticias que fluyen engendrándose unos a otros, asociándose libremente, y que parece corresponder no a una sesión narrativa, sino a varios encuentros del itinerante contador de historias con distintos grupos de machiguengas, que aparecen ensamblados en un único oleaje narrativo.

Si, cuando era estudiante, Mascarita clamaba por el fin del avance destructor de la civilización, una vez transformado en hablador, lo que postula cuando “habla” para su nueva “etnia” es el imperativo de “andar”,  de seguir caminando siempre y sin descanso. Este consejo, dirigido a sus congéneres adoptivos, traduce la necesidad de huir de los blancos, que son siempre victimarios, deseosos de explotar la riqueza económica de la selva: es decir, se trata de practicar un nomadismo permanente, para evitar así todo contacto con las redes de la nación-estado. Esta estrategia de resistencia plantea una pregunta: ¿no representa esta “ética de la fuga” una traducción, a los términos de la cosmovisión machiguengua, de una decisión personal ensayada previamente en la biografía? Mascarita somatiza, primero en su biografía, un proyecto cultural; pero este proyecto cultural es la irradiación social del destino de su cuerpo, el cuerpo de un viajero anti-nacional en fuga perpetua hacia la periferia, hacia los límites exteriores, fuera del estado moderno y de la civilización occidental.

Me atrevería a postular que en el “tránsfuga” Mascarita se entretejen dos matrices culturales de origen heterogéneo: en primer lugar, hay una reescritura de la ética del escritor comprometido, que se piensa capaz de otorgar una solución comprehensiva al problema central de su colectividad, guiándola para salvaguardar su integridad y bienestar; y, en segundo lugar, existe una recomposición de materiales provenientes de la lengua y la cosmovisión mítica machiguenga, que sirven como marco canalizador donde la mencionada solución comprehensiva se traduce a términos inteligibles para el “auditor ideal” de Mascarita. En esta urdimbre de influencias culturales, la figura del escritor comprometido está re-contextualizada en un universo cultural alternativo: dicho con más precisión, esa figura está puesta al servicio de la perpetuación de ese universo según sus propios parámetros epistemológicos.

Ángel Rama sostiene que hay una “doble fuente” en la transculturación: una materia interna, tradicional y autóctona (en este caso, la mitología machiguenga), halla traducción a través de una significación externa: su inscripción en un “texto” occidental, en una novela transculturada, patrimonio de una ciudad letrada. La significación externa puede también entenderse como una contextualización legitimadora que, aunque viene de “afuera”, lo que facilita es la posibilidad de redirigir la mirada hacia el interior y hacia lo profundo. Ésta sería, en todo caso, la modalidad ortodoxa del discurso transculturador; en la versión que de él nos ofrece Mascarita, lo que vemos conjugarse es una materia externa -por ejemplo, la Biblia, o el referente obsesivo de La metamorfosis de Kafka, o la historia de la diáspora judía-, y una significación interna: la recepción oral de dicho discurso en las comunidades machiguengas. No sería erróneo imaginar, entonces, una “materia externa” y una “significación interna” para esta forma particular de transculturación heterodoxa, que parte del modelo de Rama pero lo excede.

Lo dicho también sería cierto en el nivel de la lengua. Rama plantea que la lengua literaria de los autores transculturados implica una inversión de las jerarquías vigentes en la novela regionalista. Si en la estética del regionalismo existía una dualidad de registros: una norma culta heredada del modernismo que era utilizada por los narradores, y una lengua dialectal atribuida a los personajes populares; en la moderna narrativa transculturada, esta lengua dialectal sufre un desarrollo que le permite reconvertirse en la flamante lengua de los narradores. Ahora, si analizamos la lengua de Mascarita, comprobamos que la reconstrucción escritural ofrecida por Vargas Llosa es, implícitamente, una traducción imaginaria al español de un texto oral, machiguenga en su versión original: un texto ausente e irrecuperable. No obstante, podemos imaginarlo: Mascarita, entonces, aparecería como un narrador oral que reescribe en machiguenga un cosmos de referencias culturales que él ha absorbido en su versión española y occidental, y que ha vertido en los moldes lingüísticos, narrativos y epistemológicos de su auditorio ideal. Dentro de una radical inversión de las jerarquías, la lengua de dominio, el español, es tratada como si fuera una lengua marginal. Por su parte, los “mitos” de la cultura occidental están subordinados a las estructuras míticas machiguengas. Una vez más, el ejemplo de Kafka es vital.

Ahora bien, todo lo dicho hasta aquí sobre la “transculturación heterodoxa” del discurso de Mascarita debe ser puesto en perspectiva. Hasta el momento, si nos guiáramos únicamente por estas reflexiones, podríamos llegar a creer que la novela El hablador, considerado en su integridad, presenta un alegato a favor de las energías reformuladoras de las culturas indígenas americanas, además de declararse en decidido apoyo de las credenciales teóricas del concepto tradicional de transculturación: el apoyo a dicho concepto vendría implícito en la afirmación de sus poderes de auto-renovación, poderes subrayados por el hecho mismo de que sea lícito concebir una “transculturación heterodoxa”. Sin embargo, poner estos procesos en perspectiva significa volver a situarlos en el marco que las mismas leyes de la ficción le otorgan, y dentro del cual obtienen su significación final.

No se debe olvidar el hecho de que Mascarita no es un machiguenga “de verdad”. Vale decir que hay un elemento esencial que no se invierte. Su discurso es, como la novela misma se apura en revelar, un producto ficcional, un “habla inventada” por la imaginación del primer narrador, con la intención de inscribir en este trabajo de la fantasía una meditación sobre el rol del novelista latinoamericano moderno, en tiempos de “post-utopía”. Se trata, indudablemente, de una meditación nostálgica, impregnada por una sensación de pérdida. La función social que cumple el hablador puede interpretarse como la analogía inter-cultural de un objeto perdido, que vendría a ser el otro término de la analogía: es decir, el lugar privilegiado del escritor latinoamericano comprometido, el novelista capaz de pergeñar meta-relatos interpretativos de la realidad social y de proponer soluciones utópicas a las tribulaciones del continente. En otras palabras, la imagen de escritor que el mismo Vargas Llosa había encarnado al escribir su obra temprana. La función social del hablador, representante de una institución viva, despierta en el primer narrador un malestar: se sabe menos importante para su sociedad que el hablador para la suya. Este primer malestar se ve intensificado por una segunda fuente de melancolía: la conciencia de que también la institución del hablador está en franco camino de extinción. El hablador aparece así como una figura autorial espectralizada, casi desvanecida. De algún modo, es ya un fantasma: así lo percibe el escritor, adelantándose a su desaparición en el futuro.

Si la institución del hablador se encuentra en su ocaso; si leemos en ella un destino trágico y le adjudicamos la belleza de los sacrificios inútiles, ¿qué podemos decir acerca de aquellos procesos de “transculturación heterodoxa” presentes en el discurso de Mascarita? En El hablador de Mario Vargas Llosa, la “transculturación heterodoxa” debe entenderse como un resto, un vestigio: el eco fantasmal de un modo de comprender el oficio de escribir que pertenece al pasado, y que, si carece de productividad en el oscuro presente, al menos mantiene el atractivo de las ruinas. No es posible ser un “narrador transculturado” en los años ochenta, porque aquella sería una utopía arcaica; sin embargo, tampoco es posible escribir bajo las premisas del Boom ni, en general, al resguardo de ningún meta-relato que ofrezca la tradición. La radicalidad del proyecto novelístico de Vargas Llosa es extrema: sólo las formas narrativas fuertemente autocríticas, autorreflexivas, casi auto-deconstructivas, como esta misma novela, tendrán lugar en el futuro; aunque la suya sea, quizá, una supervivencia anémica y degradada. Tal vez, si seguimos esta senda, podamos hallar otro sentido en uno de los episodios más memorables de la novela: la  metamorfosis de Mascarita en un insecto. Transculturando a Kafka, Mascarita les cuenta a los machiguengas una historia fantástica: su transformación en un ser abyecto incapaz de caminar: o sea, de realizar la tarea básica de todo machiguengua y, en especial, de todo hablador que añore seguir siéndole útil a su comunidad. Releyendo este relato amazónico-kafkiano en clave melancólica, estaríamos ante una pesadilla de exclusión y marginalización del escritor, en la que se haría visible su máxima ansiedad: la sensación de haberse convertido en un sujeto prescindible, insignificante, que no presta ningún servicio a los suyos y tampoco los perjudicaría en nada con su desaparición.