“Palinuro de México” (1976) de Fernando del Paso
“Palinuro de México”, la segunda novela de Fernando del Paso, mantiene una relación ambivalente con la historia reciente de México. Se trata, como muchos críticos han señalado, de una novela política, invadida por el espíritu revolucionario juvenil que floreció en México en los años sesenta; pero también se trata de un artefacto artístico, de una gran exuberancia narrativa, que parece alejarse de la historia para encerrarse en un deslumbrante ejercicio verbal. Sin embargo, esta ambivalencia es tan sólo aparente, puesto que un examen de la extravagante creatividad verbal que reina en el texto, revela que existen intersecciones entre la trama histórico-política y el tejido verbal-artístico. En particular, me gustaría sugerir que el rasgo artístico central de la novela, que es la proliferación de metáforas corporales provenientes de la imaginación médica, está al servicio de una representación ética y política de un evento central de la historia mexicana de la segunda mitad del siglo XX: la masacre de Tlatelolco, ocurrida la noche del 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas, en México D.F. Asimismo, plantearé que este diálogo entre el arte y la historia obedece a la lógica del trauma y a lo que denominaré como una “estructura arqueológica”.
Los incidentes de Tlatelolco constituyen el traumático centro de gravedad de “Palinuro de México”. La selección de la retórica médica como repertorio maestro responde a una constatación histórica: desde 1965, dos de los gremios más comprometidos con las protestas cívicas contra el régimen del entonces presidente, Gustavo Díaz Ordaz, fueron los estudiantes de medicina y los médicos (Espinosa-Jácome 109). Asimismo, se ha planteado que la figura de Palinuro, el joven estudiante que protagoniza la novela, posee un relieve arquetípico en tanto emblema del espíritu generacional que caracterizó a los grupos juveniles que se enfrentaron al estado mexicano con reclamos de mayor participación democrática, y con la exigencia de ofrecer soluciones a los problemas de fondo del México de la época (Sánchez-Prado 149). El activismo político se entrelaza con una sensibilidad de raigambre vanguardista, ya que las rebeliones estudiantiles mexicanas parecen concebir su ejercicio de la disidencia como una intervención simbólica y artística, cuya finalidad última es oponerse a la sociedad de consumo (Glantz 78).
Sin embargo, la conexión con Tlatelolco no implica que estemos frente a una novela política convencional, en el sentido de que recurra a la mímesis realista o al género testimonial. La crítica la ha enmarcado dentro de la llamada “literatura tlatelolca” (Trejo Fuentes 89), pero se trata de una manifestación peculiar del género. La novela genera formas alternativas de manifestar la disidencia política, estrategias subversivas que transitan por una reelaboración artística del vocabulario de la medicina.
El léxico de la medicina cumple un papel central en la novela. Específicamente, los vocabularios de la semiología y la anatomía suministran una abundante materia verbal que será reconfigurada en clave lírica. De esta manera, se recrea un núcleo de conocimiento médico que está inscrito en la imaginación colectiva de los personajes, trátese de los familiares de Palinuro, o de sus amigos estudiantes de medicina. La familia y la amistad, la filiación y la afiliación son esferas articuladas cuya bisagra es la medicina: la reelaboración del saber médico actúa como elemento de cohesión entre el espacio de la socialización y la dimensión de la historia familiar. El lugar donde se escenifica esta reelaboración es la oralidad informal, un medio que discurre al margen de las instituciones académicas oficiales. Se trata, pues, de un conocimiento médico de naturaleza diletante, seudo-erudita, elaborado por aficionados memoriosos y obsesivos, cuyas fuentes son los manuales y diccionarios de medicina, combinados con lecturas literarias. Como apunta Severo Sarduy, la exhaustividad con que se registra este conocimiento alude a “un hípercatálogo, a veces delirante, de ese mundo, una parodia de nuestra manía taxonómica, de nuestra pulsión de abarcarlo todo” (76). El tratamiento que se da a los datos médicos es claramente artístico; por ejemplo, los grandes personajes de la historia de la medicina, cuyos nombres son mencionados con frecuencia, aparecen como autores, mientras que las enfermedades que estos médicos descubrieron o bautizaron, como objetos artísticos que conjugan la violencia y la espectacularidad.
Pese a que la realidad mexicana de los años sesenta constituye un telón de fondo ineludible para la lectura del texto, el mundo ficcional donde se inscriben los actos y discursos de los personajes, presenta una cualidad hermética y autorreferencial que oscurece la vinculación con el referente político. Por esta razón, la recepción crítica más temprana asumió con asombro el hecho de que la novela postulara su propio compromiso político con una vehemencia tan explícita (Steenmeijer 94). El oscurecimiento del vínculo referencial obedece a una condición básica del régimen de representación: la omnipresencia de una avasalladora imaginación verbal, que se extiende y se despliega en el mundo representado, tiñéndolo en su totalidad. La fantasía creativa devora el volumen entero de la ficción, inaugurando una temporalidad lírica que desplaza con frecuencia a la dimensión histórica, pero que no la silencia ni la excluye.
A mi entender, la función de la retórica médica no es la de ocultar o desplazar los hechos históricos, sino más bien la de ponerlos en escena oblicuamente. Sucede que el referente político y la dimensión histórica van ingresando a la ficción paulatinamente, van abriéndose paso a través de la maraña textual por medio de interferencias y de intrusiones. Este proceso puede ser descrito comoa una infiltración, una contaminación; recurriendo a una metáfora médica, podría hablarse de una infección en el cuerpo ficcional, que va siendo historizado y politizado progresivamente. Esta “infección de la historia” no se limita a “unas cuantas referencias” escasas y marginales, como han sugerido algunos críticos (Steenmeijer 94), ni tampoco se limita al último capítulo de la novela, que corresponde a la explícita representación teatral de la muerte de Palinuro. Por el contrario, parece ser que la infiltración del referente histórico recorre la totalidad de la novela, aunque no sea evidente en todos los capítulos, especialmente los más delirantes y fantásticos.
Las interferencias e intrusiones que mencioné, son en realidad referencias fugaces pero indiscutibles a Tlatelolco, que van desperdigándose entrecortada pero sistemáticamente a lo largo del texto, minándolo por completo y politizando ciertos pasajes aparentemente apolíticos. Esto ocurre, por ejemplo, en el capítulo 22, en el cual un personaje importante, el primo Walter, le narra a Palinuro su visita a Londres. Su descripción de la ciudad se intercala con una discusión filosófica sobre la relación entre el yo y el cuerpo Aquí, entre unas reflexiones cuyo tenor es abstracto, se inserta subrepticiamente un caso concreto que ilustra las preguntas filosóficas, y que le agrega a la meditación aparentemente neutral, y desinteresada, una capa adicional de significado y un barniz de patetismo; en términos de metáforas orgánicas, lo que le añade es una especie de adherencia política:
¿Cómo puede ser nada propiedad de alguien que ya no existe? ¿Cómo es posible, por ejemplo, que los periódicos digan “el cadáver del estudiante fue encontrado en una zanja”, si ya no existe el estudiante que es supuestamente propietario de ese montón de carne, huesos y cartílagos, y si existiera no podría tampoco ser propietario de su cuerpo – vivo o muerto – como si su cuerpo fuera un objeto (y sin embargo es un objeto, un montón de objetos) para llevárselo en brazos, si está muerto, o ayudarlo a volver a la vida, a caminar y a soñar, si está vivo? (508).
Considero que el modo en que funciona esta sinuosa inoculación de la política y de la historia sugiere una conexión con los mecanismos de funcionamiento del trauma. Algunos críticos han esbozado lecturas que siguen esta dirección, proponiendo que existe, en el mundo ficcional, una materia acallada y reprimida por la censura estatal, que la somete a un proceso de disolución que reduce su potencial subversivo (Espinosa-Jácome 124). Por mi parte, quisiera destacar el hecho de que la experiencia traumática que se origina en la contemplación de la muerte del otro, posee dos características capitales. La primera de ellas es que presupone una relación paradójica entre la percepción y la comprensión: la violencia del evento que provoca el trauma, a pesar de ofrecérsele al sujeto de forma inmediata y vívida, dificulta el procesamiento intelectual de la información sensorial, a tal extremo que el evento traumático tiende a ser borrado de la conciencia (Caruth 89). La segunda característica es que el evento traumático así relegado a una capa inconsciente de la memoria, genera múltiples y sucesivas repeticiones de la vivencia, que ocurren como irrupciones perturbadoras para quien las experimenta. Estas repeticiones constituyen el modo en que se manifiesta, en el nivel de la conciencia, el recuerdo de la experiencia traumática. Ellas se presentan generalmente durante el sueño, pero guardan también una estrecha relación con la producción de ficciones (Caruth 92). La localización precisa del trauma no es, sin embargo, el espacio onírico en el que suceden las repeticiones. El trauma se inscribe en el límite confuso entre el sueño y la vigilia, ese punto imposible de señalar donde acontece el despertar, la frontera entre la ficción y la realidad.
Al respecto, Ruth Caruth afirma que “El despertar… es en sí mismo el sitio del trauma, el trauma de la necesidad y la imposibilidad de responder y evitar la muerte del otro”. Existe pues, en el trauma, un fondo ético que vincula al sujeto traumatizado con las víctimas y lo responsabiliza indirectamente por una muerte que, a pesar de haberla atestiguado, fue incapaz de evitar. Siguiendo este modelo, el sistema de interferecias y de intrusiones que acabo de comentar, puede ser reinterpretado como un sistema de repeticiones traumáticas que irrumpen aleatoria pero insistentemente en la ficción, como un recordatorio constante de la muerte de los estudiantes en Tlatelolco, y de su causa, la violencia política. Conforme a ello, el mundo de la ficción y de la fantasía verbal se ven penetrados por la contaminación violenta e inesperada de la historia mexicana.
No obstante, pensar que la fantasía verbal es sólo un soporte, un telón de fondo para las intrusiones traumáticas es, creo, inexacto. En realidad, la misma fantasía verbal, la misma proliferación de metáforas médicas, constituye una manifestación del trauma: una forma expansiva y omnipresente de enfatizar, con una intensidad desplazada, que la experiencia traumática colectiva está en todas partes, incluso en aquellas donde parece ser invisible. Por ello, tal vez sea posible figurar la relación entre el trauma histórico y el particular lenguaje de esta novela, como la relación entre un núcleo traumático profundo, y las sucesivas y concéntricas capas o envueltas de imaginación verbal que lo recubren. Estas capas se comportan como las irradiaciones perceptibles del núcleo sumergido, con el cual guardan una paradójica relación de exhibición y ocultamiento simultáneos. En otros términos, el espectáculo verbal superficial es un despliegue performativo cuyo origen está en un trauma inscrito en lo profundo, en la memoria inconsciente del texto. La distribución de la experiencia en capas, en niveles que se comunican entre sí verticalmente, redefine la práctica de la lectura de “Palinuro de México” como una investigación arqueológica. Se trata, sin embargo, de una arqueología de las superficies, ya que el fondo traumático al que se busca acceder está impregnado en la misma textura proliferante del ejercicio verbal eufórico y morboso que define a esta novela.
En el plano del argumento, son tres los episodios que dramatizan esta estructura arqueológica: el paseo del primo Walter por Londres en el capítulo veintidós, la aventura de la Cueva de Caronte en el capítulo veintitrés, y la primera acotación de la obra teatral “Palinuro en la escalera o el arte de la comedia” en el capítulo veinticuatro. Voy a concentrarme en este último ejemplo, porque los principios generales que la novela sigue para articular la dimensión de la fantástica retórica médica, y la dimensión de la realidad histórica, están expuestos autorreflexivamente en esta primera acotación. Como sabemos, la obra teatral que la sigue es la representación de la masacre de Tlatelolco y la posterior agonía y muerte de Palinuro.
(La realidad está allá, al fondo. La realidad es Palinuro, que comenzó arrastrándose en la Cueva de Caronte y nunca más se levantó. La realidad es Palinuro golpeado, en la escalera sucia. Es el burócrata, la portera, el médico borracho, el cartero, el policía, Estefanía y yo. El lugar que le corresponde a esta realidad es el segundo plano del escenario. Los sueños, los recuerdos, las ilusiones, las mentiras, los malos deseos y las imaginaciones, y junto con ellos los personajes de la Commedia dell’ Arte: Arlequín, Scaramouche, Pierrot, Colombina, Pantalone, etc.; todo esto constituye la fantasía. Esta fantasía, que congela a la realidad, que la recrea, que se burla y se duele de ella y que la imita o la prefigura, no ocurre en el tiempo, sólo en el espacio. Le corresponde el primer plano del escenario). (548).
La realidad está al fondo, abajo, en un segundo plano. La fantasía está al frente, arriba, en un primer plano perfectamente visible. En la realidad, Palinuro es un joven estudiante de medicina, que fue asesinado la noche del 2 de octubre de 1968; en la fantasía, es Arlequín, y esta segunda identidad artística predomina sobre la primera. Lo cual equivale a decir que el personaje de ficción, el ser hecho de palabras, está más presente y es más visible que el sujeto histórico, el dueño de un cuerpo físico que puede ser maltratado y aniquilado; sin embargo, detrás del ente fantástico, del personaje teatral, se esconde una persona, un actor histórico, y lo que le sucede al primero repercute trágicamente en el segundo. Este predominio de la fantasía verbal, como caja de resonancia de la realidad y de la violencia, no es un hecho extraño, puesto que, como hemos estado viendo, la creatividad verbal domina el régimen de representación del texto. Lo que ahora queda claro es que la fantasía no agota el universo ficcional ni lo desliga de la turbulenta realidad política mexicana de finales de los años sesenta. Por el contrario, el propósito de la imaginación médica, en su condición de repertorio de metáforas, es el de recrear la realidad, burlarse de ella, dolerse con ella, estilizarla y transfigurarla, para hacerla más vívida y urgente: para sacar a flote, con inusitada fuerza, la materia misma del trauma.