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La sociedad secreta y el círculo de artistas en Marechal y Cabrera Infante

Publicado: 2010-08-14

Esta ponencia es un adelanto de mi tesis doctoral, una investigación dedicada al motivo del círculo de artistas en seis novelas latinoamericanas del siglo XX: Los siete locos/Los lanzallamas de Roberto Arlt, Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal, Rayuela de Julio Cortázar, Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante, Palinuro de México de Fernando del Paso y Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. Esta tarde me concentraré en dos novelas: Adán Buenosayres y Tres tristes tigres.

Mi tesis nace de los cuentos de Borges: en ellos, aparece con frecuencia decisiva la sociedad secreta, un tipo de organización tan significativo en la obra del escritor argentino, que incluso podríamos hablar de una “sociedad secreta borgeana”. En Borges, el vínculo entre la definición de autoría y el tropo de la sociedad secreta es estrecho, por no decir indesligable; incluso sería posible abogar a favor de una poética autorial de la sociedad secreta. En otras palabras, en Borges, ser un autor literario, un hacedor de ficciones, implica pertenecer a una sociedad secreta conformada únicamente por varones; no voy a discutir las implicancias de esta afirmación para una lectura de género, pero sospecho que son interesantes. Ahora bien, la dimensión autorial nos lleva a pensar en la sociedad secreta como una “obra”; pero esta obra está compuesta por “miembros”, por individuos asociados según parámetros definidos. Vale decir que la sociedad secreta es, al mismo tiempo, productora y producto, causa y efecto.  En esta ocasión, la sociedad secreta borgeana nos servirá como premisa y como modelo de un modo alternativo de organización colectiva: me refiero al “círculo de artistas”.

Salvo en Los siete locos/Los lanzallamas, no se puede decir que las novelas que estudio presenten sociedades secretas clásicas. Sería más exacto sostener que todas ellas están marcadas por formas alternativas de existencia grupal, por lo general de sesgo marginal, que se localizan en márgenes intermedios entre el individuo y la multitud, y que congregan en sus filas a individuos estrechamente vinculados con el arte y la literatura. Por lo general, estos colectivos mantienen relaciones tensas e incluso antagónicas con las sociedades y las naciones que los albergan: la identidad grupal está signada por la producción endogámica de sentido, por el rechazo de los valores y convencionalismos hegemónicos, y por la generación de una espacialidad urbana propia. No es extraño que estos grupos respondan a un ideario político radical de signo totalitario, pero también es posible que se propongan como asociaciones despolitizadas. Lo que ofrece el denominador común de estos círculos de intelectuales, artistas y escritores es que todos ellos asumen el modelo de la sociedad secreta, que se encuentra en Arlt pero también en Borges y en Onetti.

Ahora bien, ¿qué implica exactamente “asumir el modelo” de la sociedad secreta? En Adán Buenosayres, por ejemplo, lo que encontramos es un círculo de jóvenes vanguardistas cuya misión, lejos de guardar relación con la conquista del poder, está vinculada con la noción de “aventura” (y volveré sobre este punto). Caso análogo es el de los amigos que protagonizan Tres tristes tigres: hablamos de músicos, publicistas, fotógrafos -es decir, profesionales del mundo del espectáculo-, que no tienen autoconciencia de estar insertos en una agrupación que los distinga del resto de los transeúntes de la Habana nocturna. En otras palabras, la conformación interna de muchos de estos círculos de artistas se distancia notoriamente de las características estables de la sociedad secreta tópica; ello no debería sorprender, dado el hecho de que estamos refiriéndonos a tipos de asociación distintos; dicho esto, entonces ¿cuál es la relevancia de las convenciones de la sociedad secreta para pensar en el círculo de artistas?

Quisiera seleccionar un rasgo particular, el rasgo central de la sociedad secreta borgeana, para valorar su especial reescritura y plasmación en el círculo de artistas: en concreto, aludo a la dimensión autorial. Si las sociedades secretas de los cuentos de Borges son cenáculos de autores, consagrados a la creación de una obra que, como ocurre en “El inmortal”, se identifica con la misma secta de los inmortales; los círculos de artistas que me ocupan traen implícito lo esencial del esquema borgeano en tanto y en cuanto sus miembros están dedicados a un ejercicio de construcción que es, autotélicamente, una auto-construcción artística de su identidad.

En estas novelas, desfilan grupos de autores que carecen de filiación institucional y de cualquier género de asociación formal, puesto que su pertenencia misma al grupo en cuestión -es decir, su afiliación informal-, es el factor que determina la cohesión interna del círculo y la identidad de los participantes que lo conforman. Estos grupos se presentan tanto como focos de la representación ficcional, como principios de organización estructural: en otras palabras, en la misma medida en la que son ellos los que protagonizan los argumentos de las novelas, se puede afirmar que el proyecto central de las mismas es reflexionar sobre estos grupos y su forma de constitución. La reflexión tiende a convertirse, en otro nivel de lectura, en una autorreflexión: la novela se piensa a sí misma, o contempla su estructura refractada, en el estilo particular de afiliación del grupo que la habita.

Son múltiples las representaciones del círculo de artistas. Quizá su ejemplo más emblemático sea, precisamente, una de las sociedades secretas borgeanas más conocidas: la que protagoniza el cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. En este texto, queda plasmado un rasgo central y persistente, que atraviesa el imaginario de la conjura: los círculos que deseamos entender aquí, fundan su sentido de afiliación en la formulación de proyectos colectivos o de aventuras grupales que suelen asociar problemáticamente la esfera del arte y el mundo de la cotidianidad urbana moderna. Más adelante volveré sobre este punto.

1. Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal.

Adán Buenosayres es una novela post-vanguardista, publicada en 1948, que recrea los años centrales de la vanguardia argentina. Es posible leerla como una novela en clave, en la cual el poeta Adán Buenosayres y su círculo de amigos son trasuntos ficcionales de ciertas figuras capitales del campo cultural argentino de los años 20: los martinfierristas, entre quienes estuvo el mismo Leopoldo Marechal, al lado de Jorge Luis Borges (Pereda, en la ficción), Jacobo Fijman (Tesler, en la ficción), Xul Solar (Schultze, en la ficción) y Raúl Scalabrini Ortiz, entre otros. Al igual que en el díptico de Arlt, el protagonista de la novela es una entidad colectiva, aunque en este caso no se trata de un grupo de revolucionarios en potencia, sino de un círculo de artistas y de intelectuales jóvenes de credo estético vanguardista, que comparten una misma experiencia generacional en el contexto de una gran ciudad latinoamericana en franco proceso de urbanización y modernización.

El arco temporal de la novela cubre apenas un día, las veinticuatro horas previas a la muerte de Adán Buenosayres, y la trama está dada por el itinerario de su círculo de amigos, que se dedican a explorar distintos espacios físicos y sociales -casi siempre liminares, como el arrabal- de la topografía urbana, mientras dialogan y discuten sobre un conjunto de problemas recurrentes. Estos están asociados con el lugar de la tradición criolla decimonónica argentina en el ámbito de la cultura urbana contemporánea, que ha sido profundamente modificada por las oleadas de inmigración y por el surgimiento de una industria cultural masiva. El desplazamiento físico y el debate intelectual son, pues, las dos coordenadas centrales del texto, lo cual no implica que estemos ante una novela en la cual exista una discusión seria y consistente de ideas. Por ejemplo, la discusión sobre el “neo-criollo” funciona como una versión paródica, a la vez nostálgica y crítica, de ciertos debates sobre la identidad nacional que tuvieron su momento de seriedad y vigencia dos décadas antes del momento de publicación de la novela. De esta manera, la modulación paródica de la polémica y la estilización cómico-grotesca de personajes y situaciones suministran una tonalidad monocorde que infude su particular y distintiva naturaleza al mundo representado.

En este mundo, existe una actividad concreta que se alza como la práctica nuclear del círculo de artistas: la conversación, el diálogo, la tertulia. Notamos que, en la novela de Marechal, conversar y debatir son acciones que llaman menos la atención sobre los contenidos de lo conversado y lo debatido, que sobre la dimensión performativa y gesticulatoria -histriónica, si se quiere- del diálogo. En muchas ocasiones, los personajes se desplazan al mismo tiempo que dialogan y gesticulan, lo cual sugiere que el acto de dialogar es, también, un modo de inscribir el cuerpo y la voz en el espacio urbano. Sin duda alguna, estamos ante un gesto de auto-presentación que presupone la presencia de un público externo, una audiencia de la cual el grupo de amigos, muy interesados en preservar una cohesión elitista y excluyente, pugna por distinguirse. En no pocas situaciones, el objetivo de los interlocutores es producir un impacto en dicho público, generar una provocación que no deviene en violencia, pues su estética propia es el humor absurdo del disparate. De esta manera, la conversación itinerante, que va de aquí para allá por distintos escenarios bonaerenses, opera como el sitio de la producción de un “evento” artístico, que recuerda en alguna medida a las manifestaciones artísticas del performance art -una de las cuales es el happening, surgido a partir de los años cincuenta-, pero que en realidad encuentra su explicación contextual en el seno de la ética vanguardista.

Los intelectuales de Marechal no detentan un proyecto político explícito; sin embargo, sí es posible afirmar que en las aventuras urbanas de estos últimos es posible hallar una dramatización del que Peter Bürger ha considerado el proyecto ético-estético central de las vanguardias: como se sabe, este proyecto implica una doble crítica y una fusión: el arte y la vida deben perder sus respectivos autotelismos y confluir. La vanguardia supuso una crítica a la institución del arte y a la noción de objeto artístico, así como también una crítica a la vida cotidiana moderna, que debían conducir a una fusión entre las esferas del arte y de la vida a partir de la cual se produciría una estetización de la materia de la cotidianidad. Precisamente, en Adán Buenosayres la conversación andariega, la producción discursiva oral simultánea al desplazamiento físico, es la práctica que define y otorga su identidad diferenciada al círculo de amigos de Adán Buenosayres; ello porque esta práctica pone en escena una transfiguración estética de un acto tan rutinario como conversar. Así, el discurso oral inscrito en el marco de pequeñas sociedas cerradas se carga de un valor específico de corte revolucionario. En el ámbito de estos colectivos, el intercambio oral y, en último caso, el lenguaje mismo están atribuidos de un poder generador de intervenir en la realidad urbana para transformarla radicalmente.

2. Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante.

Veinte años después y muy lejos de Buenos Aires, se publica Tres tristes tigres (1967) de Guillermo Cabrera Infante, novela que con el paso de los años iría a convertirse en una pieza imprescindible en la configuración del imaginario sobre la Cuba pre-rrevolucionaria. Más que como un documento socio-histórico que arroja luz sobre la Cuba de los años cincuenta, signada por el segundo gobierno de Fulgencio Batista (1952-1959), lo que me interesa revisar en Tres tristes tigres son las coordenadas de elaboración de un nuevo retrato grupal, semejante en alguna medida al que se traza en Adán Buenosayres. En la novela de Cabrera Infante, existe también un círculo de amigos que mantiene algún lazo con el mundo de la alta cultura, una cofradía de cubanos que viven en La Habana. Sin embargo, es necesario ver que aquí, a diferencia de lo que ocurre en la novela de Marechal, estos amigos, entre los cuales se cuentan los inolvidables Arsenio Cué, Silvestre, el fotógrafo Códac y Bustrófedon, no se distinguen por tener una marcada autoconciencia de pertenencia a un grupo selecto y cerrado, gracias a la cual los miembros pueden diferenciarse de la masa de no-miembros; por el contrario, sería más preciso concederle a esta agrupación informal y eventual, conformada de facto en el esporádico contexto aglutinador de la vida nocturna habanera, una valencia no distintiva, sino representativa. Cué y los suyos, lejos de constituir un cenáculo de iniciados, son personajes representativos en el sentido de que, contingente y espontáneamente, sintomatizan durante limitados períodos de tiempo, una determinada forma de vida; encarnan eventual y performativamente un modo de existir en la ciudad y un estilo para poner en relación la alta cultura y la cultura de masas.

Así como el grupo de noctámbulos que recorren los bares y cabarets de La Habana no son conscientes de detentar una membresía -la membresía de la bohemia-, el círculo representativo y emblemático que Arsenio Cué y sus compinches integran es una colectividad inclusiva y abierta: en otras palabras, porosa, pues permite la entrada y salida de los sujetos, parece no imponer restricciones de género -podríamos pensar en La Estrella, el reverso tropical y grotesco de La Maga de Cortázar- y sólo atiende a un único criterio de pertenencia: la participación integral del personaje en cuestión en el universo del espectáculo, que es la llave maestra del texto. En efecto, ésta parece ser la puerta de ingreso al círculo de artistas, o quizá sería mejor decir al “elenco”, término que resulta ser bastante preciso en este caso.

No cabe duda de que, en Tres tristes tigres, el espectáculo opera como una poética y como una ética. Como se ha dicho muchas veces, hay en el texto una dimensión de performance verbal y estructural, exhibicionista y neobarroca; pero, además, el espectáculo es importante para la configuración de las identidades. El hecho de que casi la totalidad de los personajes estén vinculados, especialmente por razones laborales, con los medios de comunicación y la industria del entretenimiento -en especial con el cine, la televisión y la música popular cubana-, es un indicador de la gravitación del espectáculo al nivel más básico de la caracterización. Ser actor, ser fotógrafo, ser guionista, ser músico o ser bailarina constituyen predicados que, en un plano más abarcador, nos conducen a localizar, en el gesto y en la dicción, muestras de un ejercicio de autoconstrucción histriónica. Por ejemplo, la conversación es una actividad que funciona dentro de un “torneo de ingenio”, en el cual se busca derrotar al contrincante y seducir al interlocutor mediante la puesta en escena de la destreza. En este marco, las referencias pretendidamente cultas, las que buscan revelar un conocimiento de la música clásica o de la literatura occidental, deben entenderse como una práctica de exhibición, un ejercicio de vanidad.

Afirmar que la subjetividad se vive espectacularmente implica admitir también que la introspección es un modo de conocimiento que le está vedado a un elenco de sujetos cuya identidad, antes que figurarse como un territorio recóndito y subterráneo, está desplegada sobre la superficie de su discurso y de su aspecto. De tal manera que la superficie misma de la ciudad nocturna se presenta como el archivo topográfico de un conjunto abierto de identidades, como el lienzo para este peculiar retrato de grupo habanero. Resulta destacable que el eje temporal tenga, en este mundo ficcional, tanta importancia: ello es así porque la subjetividad, despojada de una cualidad esencialista, se experimenta y se retrata como una forma de “evento” imbuido de duración y de intensidad, más que de espesor. Por cierto, la conexión entre esta omnipresente ética espectacular y los otros ensayos de intensificación de la vivencia que se dan en Adán Buenosayres, es fácilmente legible en un cierto hecho social propio de la noche, o más bien, del final de la noche: me refiero, en la novela de Cabrera Infante, al famoso “showcito”, ese “show después del show” que, en la madrugada, congrega a ciertos parroquianos que deciden prolongar la vigencia del ocio y del espectáculo, rechazando mundo del trabajo y la productividad que amenaza con dispersarlos bajo la forma de la luz del nuevo día que amanece. Aquellos noctámbulos que eligen quedarse para el “showcito” son los que vienen a conformar aquellas frágiles y movedizas entidades grupales, aquellos círculos de artistas, regidos por la ley del evento, que se arman y se desintegran, con la libertad propia de la descarga o la improvisación, en el espacio de la fiesta nocturna.

Para concluir, voy a volver sobre las ideas de Peter Bürger. Me gustaría sugerir que las palabras contundentes y los gestos histriónicos de los personajes que aparecen en las páginas de Tres tristes tigres y Adán Buenosayres, constituyen prácticas grupales que se proponen actualizar el proyecto central de las vanguardias europeas, el cual, según Bürger en su clásico libro Teoría de la vanguardia, consiste en diluir las fronteras entre la esfera del arte y la esfera de la vida. Aunque ninguna de estas dos novelas puede ser etiquetada, sin más ni más, como “novela vanguardista” - por evidentes razones de anacronismo-, encuentro innegable la afirmación de que la ética de la vanguardia encuentra en ellas un espacio de reelaboración que cobra, en cada una, una modulación propia, aunque emparentada con la de su pareja. Quizá el denominador común esté en el hecho de que, para establecer o para reflexionar sobre esos nuevos nexos entre el arte y la vida, el círculo de artistas se constituye tanto en la base institucional desde la cual se lanza el proyecto colectivo, como también en el lugar mismo -la sustancia misma- de su realización.


Escrito por

Luis Hernán Castañeda

Escritor. He publicado las novelas "Casa de islandia", "Hotel Europa", "El futuro de mi cuerpo" y "La noche americana".


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