"El señorío de los incas" de Pedro Cieza de León
Cieza escribe la segunda parte de su gran proyecto historiográfico en un contexto sangriento: llega al Perú con la expedición de La Gasca en 1548, para luchar contra Gonzalo Pizarro y los encomenderos y así ponerle fin a la Guerra Civil del Perú. Este contexto tiñe la escritura de Cieza, que estará dividida entre la alabanza de un pasado mejor y la observación lúcida de un presente en ruinas. Por ello, el estudio de la civilización inca servirá siempre como un modelo de posible aplicación en la actualidad del siglo XVI.
Cieza representa a los incas como “señores naturales” del Perú, rechazando así otras visiones de los mismos como tiranos y usurpadores. Pese a que el mismo Cieza reconoce que los incas eran migrantes provenientes del sur, que se instalaron en la zona del Cuzco en tiempos más bien tardíos, esto no es obstáculo para concederles una legitimidad basada en su condición de transmisores de civilización. Es interesante notar, respecto de la condición migrante de los incas, que Garcilaso les adjudica en los “Comentarios reales” el ser hablantes de una “lengua secreta”, distinta del quechua, que podría ser el aymara, puesto que el lugar de procedencia de los incas era el área del lago Titicaca. Más tarde, en el siglo XVII, habrá un giro en la representación: ante el avance de las ideas lascasianas de restitución, se potenciará la imagen de los incas como tiranos.
Cieza dedica un espacio importante a discutir las técnicas de expansión de los incas y sus estrategias para controlar a los distintos pueblos anexados al imperio. Recalca, en aras de la legitimidad, que el método de conquista implica siempre en primer lugar una oferta de amistad, y que sólo cuando esta es rechazada se recurre a la violencia. Esta se desata siempre en respuesta a la agresión de otros grupos, como los chancas. También se destaca que los incas son los responsables de introducir, en los pueblos conquistados, una serie de bienes civilizados; y se insiste en la transformación de zonas yermas en tierras fértiles, gracias a sus avanzados conocimientos agrícolas. Por otra parte, se hace hincapié en la redistribución imperial de los impuestos entre los más necesitados (“los pobres y las viudas”), lo cual para algunos autores explica el éxito de la organización imperial inca (“To feed and to be fed”, de Susan Ramírez).
Claramente, Cieza enfrenta ciertos problemas conceptuales cuando reflexiona sobre la religión inca y sobre el sistema de descendencia real. En cuanto a la religión, tanto él como Garcilaso se ven en apuros para demostrar el monoteísmo de los incas, ya que a todas luces los incas tenían numerosos dioses de gran importancia, como Ticiwiracocha y Pachacámac. Así como esta pluralidad causa problemas, también los causa el asunto del linaje real y sus representantes. Cieza adopta el modelo occidental lineal basado en el primogénito; sin embargo, investigaciones mucho más recientes (véase Rostworowski) sugieren la existencia de cuatro incas simultáneos, un inca hurin y un inca hanan, cada cual con su yanapak o doble. Cieza registra esta posibilidad cuando menciona a los delegados y lugartenientes de los incas, que podrían haber correspondido a alguno de los miembros del cuarteto regente.
Es posible hablar de un etnocentrismo cuzqueño por parte de Cieza. Ello se debe al tipo de informante al que el historiador accedió: los orejones, los nobles y los viejos de origen cuzqueño, fueron los sujetos privilegiados, de acuerdo con las normas del decoro vigentes en la época. Claramente, esta selección le imprimió un sesgo cuzco-céntrico a la representación de los incas. También se debe tener en cuenta que Cieza no tuvo que lidiar con un archivo armónico y homogéneo: por el contrario, su escritura refleja muchas veces los conflictos de interpretación existentes entre las panacas, que vertían su particular perspectiva en los cantos e historias orales. Cieza recoge estos conflictos entre panacas, por ejemplo en la pugna entre Huáscar y Atahualpa, y naturalmente se alinea con Huáscar, representante del poder cuzqueño (en oposición al líder máximo de la nobleza norteña, asociada a Quito).
Así como Garcilaso, que vendría después para subrayar la misma visión, Cieza divide la historia andina en dos grandes periodos: el inca y el pre-inca. Cabe aquí una utilización de la dicotomía civilización/barbarie, en la que la segunda es la ausencia de la primera. Si los incas traen la civilización a través de su organización estatal, lo que los procede es el imperio del desorden primitivo. Por ejemplo, Cieza emplea el término “behetría” para referirse a los pre-incas: una behetría es un grupo social sin “policía”, que no revela una organización político-social explícita. Por supuesto, existe otra versión de la historia andina, cuyo representante más destacado es Guamán Poma. Para él, los incas no son más que el resultado final y la culminación de un antiguo proceso civilizatorio que empezó mucho antes y que continuó a través de ellos, llegando así a un esplendor largamente preparado por la evolución cultural del área andina.
Otro asunto de gran importancia es el sistema vial inca, pues fue la red de caminos que llegaban a todos los confines del imperio lo que permitió sostener una organización política percibida por Cieza como de alta eficiencia. Así, Cuzco era el centro del cual partían los cuatro caminos reales que conducían a los cuatro suyos. Además de estos cuatro caminos, existían otros construidos por los distintos incas; además, estaban los sekes, o líneas que unían los santuarios, creando así un sistema informal de peregrinación religiosa paralelo a los caminos reales.
Cieza se ocupa, también, de los mitos de origen de los incas, y al hacerlo, procura unificar, con un criterio historiográfico, una serie de líneas divergentes. A fin de cuentas, su esfuerzo es el resultado imperfecto, autoconsciente de sus vacíos y limitaciones, del intento de conciliar y sintetizar la multiplicidad de versiones de las distintas panacas, que tenía cada cual su historia y sus mitos. Respecto al origen, Cieza consigna el mito de los hermanos Ayar, ligado a la huaca de Pacaritambo; aunque se trata de un mito ofrecido por casi todos los cronistas, salvo Garcilaso (que se aferra al mito solar), la versión de Cieza es heterodoxa. Por ejemplo, sólo habla de tres parejas de hermanos, y no de cuatro, como era lo usual. Además, está ausente el mito de Pachacútec y los guerreros de piedra, omisión de la cual Cieza es consciente. Con todo, el historiador no deja de dar constancia de los trabajos que pasó para componer su historia.
En general, Cieza destaca ciertos aspectos de los incas, como el orden, la riqueza, la productividad, su amistad con otros grupos, su pacifismo, su sitema de tributación, el uso de los mitimaes. En particular, es interesante la distribución demográfica: estaban los colonos migrantes, encargados de quechuizar a los extranjeros; estaban los que constituían las guarniciones militares en las fronteras; estaban los que ocupaban los diferentes pisos ecológicos, para mejor aprovechamiento de la variedad de recursos disponibles en ellos.
En conclusión, podríamos decir que la mirada de Cieza estudia el pasado para extraer de él modelos actualizables para su reutilización en el presente, un presente signado por la guerra y la desorganización que debía mirar hacia el ejemplo inca para poder regenerarse. Precisamente, los incas constituían un modelo positivo porque habían logrado imponer el orden en el mismo espacio geográfico diverso y conflictivo que los españoles deseaban recuperar. De hecho, los rasgos señalados por Cieza como esenciales al sistema administrativo incaico, serán poco más de diez años después recogidos y puestos en práctica por el virrey Toledo: la tributación, el sistema de mitas y la organización poblacional en reducciones son estos elementos. Por eso podemos decir que, en conjunto, el proyecto historiográfico de Cieza ve en su horizonte una finalidad política práctica.
Cada uno de los cuatro volúmenes de este proyecto cumple un rol determinado. Por ejemplo, el primero, la “Crónica del Perú”, es tanto una bitácora de viaje como una descripción geográfica y cultural del área que los incas dominaron, y que los españoles deben aprender a dominar. En este sentido, Cieza cumple el precepto de Fox Morcillo, quien recomendaba describir, en primer lugar, el escenario, para luego proceder a la narración histórica. Por otra parte, los siguientes capítulos, el tercero y el cuarto, son para el historiador los más importantes, pues se ocupan de explicar las Guerras Civiles del Perú, que fueron la causa de la destrucción que se pretende corregir gracias al estudio de la administración incaica que nos presenta el “Señorío de los incas”, la segunda parte. En otras palabras, el modelo general de Cieza es un humanismo basado en la virtud de la prudencia: los incas son el paradigma de buen gobierno que es necesario imitar en el presente. Vemos aquí, entonces, una mezcla de Cicerón (por la Historia como Magistra Vitae) y de Tácito, por el énfasis puesto en los métodos de coerción -esa combinación de amistad y violencia- para lograr el poder.
Si bien las similitudes con Garcilaso son notorias, también lo son las diferencias. Hay que recordar que Garcilaso escribió en un contexto diferente: en el siglo XVII, su objetivo no es ya reconstruir el país, sino buscar la restitución de los títulos nobiliarios a los hijos de la nobleza inca, entre quienes él mismo se incluye. Garcilaso parte, además, desde una tradición neoplatónica italiana, a partir de la cual el individuo es entendido como un ser dotado de potencialidades infinitas. Así, para Garcilaso cada inca es un semiodiós capaz de transformar el mundo, un héroe que con sus hazañas particulares mueve la rueda de la Historia. Por contraste, para Cieza los nombres particulares de los incas carecen de importancia: lo que le importa analizar es el funcionamiento de una estructura política, social, económica y tributaria, perfectamente adecuada a la naturaleza del espacio geográfico y del terreno cultural.