Los “Naufragios” de Cabeza de Vaca
“Naufragios” es un texto privilegiado para reflexionar sobre el significado de la “experiencia” en la literatura colonial. ¿Qué debemos entender exactamente cuando en un texto de la época se nos dice que un sujeto determinado ha “experimentado” tal o cual evento o situación? Hay diversos intentos teóricos por acercarse a este tema: por una parte, Anthony Pagden habla de la “autoridad autóptica” en Las Casas, es decir, aquella legitimidad del testimonio que estaría dada por ser un “testigo de vista” de los hechos que se está narrando. “Yo estuve ahí”, “yo lo vi con mis propios ojos”, parece ser el argumento central. Claro está, esta estrategia de legitimación textual se vuelve particularmente apta en el caso de un corpus de textos que pretenden representar una realidad nueva y desconocida, para la cual no existen antecedentes textuales directos. Muchas veces se narrará eventos que podrían parecer inverosímiles para un público europeo, y la mejor forma de hacerlos más creíbles es que quien cuenta la historia asegure haber estado presente.
Ahora bien, existe otra forma de entender el concepto de “experiencia” que pasa por la mediación textual de la subjetividad. En este sentido, la teoría del sujeto de Alan Badiou puede resultar útil. Badiou empieza por plantear que toda experiencia exige la presencia de un “sujeto de la experiencia”, un yo que se convierta en su asiento de recepción y su vehículo de transmisión. La experiencia contingente requiere, entonces, la presencia de un sujeto en un determinado evento. Hay, entonces, dos formas de entender la idea de “sujeto”: primero está el sujeto primordial, desnudo de experiencias, un “sujeto en sí mismo” que si bien resulta concebible de manera teórica, no podría hallarse en el mundo, dado que todo sujeto de experiencia es, por necesidad, un objeto concretizado en un determinado lugar y tiempo: su espacio de realización. Así, es este espacio de realización el que, verdaderamente, constituye al sujeto, lo concretiza a través del evento particular. En otras palabras, la suma de eventos construye sujetos determinados: el sujeto no es previo a la experiencia, es su producto.
¿Podríamos pensar la literatura colonial como un espacio de realización que constituye determinados tipos de sujeto? Si pensamos en la literatura como un espacio de localización textual, vemos que en ese espacio hay una serie de marcas de ausencia: los eventos en sí mismos, los hechos extratextuales referidos por el texto, no habitan en él, sino que se encuentran en otro espacio y en otro tiempo definitivamente irrecuperables, ausentes. La experiencia directa es irrecuperable, pero puede ser suplida por la constitución de un sujeto textual a través de eventos textuales que le aportan su sustancia, también textual. Se trata, pues, de un “lugar de experiencia” textual de carácter intersubjetivo y polémico: el corpus entero de la literatura colonial podría ser imaginado como un determinado espacio de realización.
En “Naufragios”, se constituye precisamente un yo textual en primera persona, al que naturalmente no hay que confundir con el yo extratextual de Cabeza de Vaca. El texto es ideal para hablar de “experiencia textual” por la gran cantidad y diversidad de referentes empleados para construir, en el espacio del texto, al sujeto protagonista del mismo. Es oportuno recordar que el texto se publica primero en 1542 y luego en 155, a modo de autodefensa, pues ese año el autor fue acusado de lesa majestad por su desempeño como gobernador en el Río de la Plata. Como es el caso de las cartas de relación de Cortés, aquí también vemos una serie de estrategias retóricas destinadas a devolverle el crédito a un sujeto polémico, que se autorrepresenta heroicamente para los ojos de su soberano, de quien espera obtener el perdón o la aprobación.
El yo narrativo se autorrepresenta heroicamente a través de varios parámetros de configuración cristológica. Hay varios modelos bíblicos reconocibles: Juan Bautista, embarcado en un rol evangelizador; San Cristóbal, el que guía y lleva a los suyos; Moisés, identificable en el episodio de la zarza ardiente. El mismo Cristo aparece citado cuando el yo narrativo logra resucitar a un muerto o duerme entre cuatro fuegos. A la vez que acude a modelos positivos, el yo también exhibe sus anti-modelos: el más evidente es Gonzalo Guerrero, paradigma del “going native”, cuyo estigma es precisamente el haberse fundido con su nuevo ambiente, indigenizándose hasta lo más íntimo. La virtud, por contraste, consiste en conservar la propia identidad cristiana contra viento y marea, a pesar de los embates del medio pagano. La autoconfiguración crística del yo podría entenderse, entonces, como un modo de enfatizar la fidelidad del sujeto en cuestión a la causa de la evangelización y a los designios del imperio.
Sin embargo, sí que hay ciertas grietas en esta configuración crística, que nos hacen pensar en un mestizaje o, por lo menos, en la irrupción de elementos extraños y ajenos a la cultura occidental que estarían haciéndose presentes de modo subrepticio e inquietante. Se puede recordar el ejemplo más perturbador, la aparición del famoso personaje apodado “Mala Cosa”. Se trata de una especie de médico perverso que es temido por todos y, sin embargo, no causa daño necesariamente a sus pacientes. Aunque no se puede afirmar, es probable que sea un elemento indígena; los antropólogos lo considerarían un “trickster”, es decir, una figura que expresa míticamente a las fuerzas naturales precivilizatorias. El trickster suele hacer bromas inofensivas, pero violentas, que causan asombro y remiten al poder oculto de la naturaleza, ajeno al control humano. Otra posibilidad, no obstante, sería pensar en Mala Cosa como un chamán, un ser sexualmente indeterminado que domina poderes secretos y causa ansiedad en las poblaciones, por su capacidad sobrenatural para generar daños y beneficios a los mortales comunes.
Podría argumentarse que alguna de estas figuras está operando en la autorrepresentación del yo narrativo. Así, podríamos decir que el yo adopta una actitud shamánica cristianizada, y de esta manera, se crea en un culto a su alrededor. Una situación ejemplar es aquella en la que el personaje extirpa una punta de flecha, porque alude explícitamente a un acto médico similar realizado antes por Mala Cosa. Sin embargo, sí hay una diferencia importante entre los modelos indígenas posibles y el yo de Cabeza de Vaca: mientras que los primeros son figuras impredecibles cuyas intenciones no son claras, Cabeza de Vaca actúa para hacer el bien, es una fuerza positiva y benéfica. Así se enfatiza la dimensión cristiana del personaje, a través de su caridad. De alguna manera, metafóricamente la curación física remite a la curación espiritual de las almas de los pecadores, que sólo es posible gracias al cristianismo. La imaginería ascética está muy presente en todo esto: la escena en la que el yo de Cabeza de Vaca recibe mantas de los indígenas sirve para dejar clara su pobreza. A pesar de todo lo dicho, no se puede olvidar que se trata de un médico bueno, sí, pero que como sus modelos indígenas, también es capaz de provocar daños, como cuando se enfada con los indígenas y, mágicamente, varios de ellos se enferman y mueren.