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Las luciérnagas de Machu Picchu

Publicado: 2011-08-28

En junio de este año visité Machu Picchu por tercera vez. Desde el 2007 no volvía al Cusco y, aunque solo han pasado cuatro años, noté algunos cambios en la ciudad. En realidad, se trataba de un incremento de esa vitalidad ansiosa, concentrada en la Plaza de Armas y zonas aledañas, que indica la buena salud del turismo y de los negocios asociados a esta industria: más extranjeros perdidos en las callecitas de piedra, más bares y restaurantes con ofertas variadas, más vendedores callejeros de acuarelas, más ruido y menos tranquilidad. Después de dos días agotadores, Laura y yo tomamos un taxi hasta Ollantaytambo, donde nos subimos a un tren con techo de vidrio que deja mirar los nevados que acompañan el trayecto de cuatro horas, al filo de un Urubamba crecientemente encajonado por la vegetación de la ceja de selva, hasta Aguas Calientes, que ha pasado de ser una calle de pizzerías muy malas a convertirse en una aldea de juguete, limpia y desordenada, saturada de turistas y hospedajes con dos, tres y a veces cuatro pisos que parecen competir con las moles verdes del Putukusi y otros apus del lugar.

Teníamos una tarde libre antes de pasar la noche en Aguas Calientes y despertarnos a las tres de la mañana para intentar ser dos de los cuatrocientos afortunados en subir al Wayna Picchu. Orientados por la dueña del hospedaje, partimos siguiendo los rieles del tren hacia las cataratas Mandor, uno de los atractivos menores que muchos visitan antes de subir a las ruinas. Tras media hora de caminata debíamos llegar al sitio, según nuestra guía, pero los minutos fueron pasando, la ruta siguió internándose entre laderas de verdor más tupido, y al cabo de dos horas y media, llegamos a la conclusión de que estábamos perdidos. Nos lo confirmó un grupito de turistas que venía en dirección contraria, desde la hidroeléctrica, ese punto lejano que se puede ver desde lo alto del santuario. Sin darnos cuenta, hacía rato habíamos pasado junto a la entrada de las cataratas Mandor, que erróneamente tomamos por un letrero. Así que a eso de las cinco de la tarde, cansados y fastidiados, picados por mosquitos y sedientos, dimos media vuelta para tratar de llegar a nuestro destino antes de que cayera la noche.

Para entrar a las cataratas, hay que pagar diez soles -los cobra una viejita amable y habladora- y pasar a un jardín botánico con orquídeas y plantas de café que sirve de umbral a un espectáculo más bien modesto, si lo que uno busca es magnitud: una pareja de caídas de agua. La primera es un hilito plateado que salta entre rocas con musgo; la segunda, de mayor caudal pero menor tamaño, se precipita con fuerza hasta una poza de aguas verdes levantando un viento refrescante. Parece cierta la leyenda de que en estos espacios de violencia líquida es posible entrar en diálogo con los espíritus que habitan los nevados. Mandor tiene como fuente uno de nombre curioso: el nevado Verónica. Estuvimos un rato a la orilla de esa lagunita encrespada, en el aire opaco de las seis de la tarde, hasta que fue hora de regresar. Al despedirnos de la viejita cuidadora ya era tarde. Cinco minutos más tarde caminábamos, sin linternas, en la oscuridad de la selva.

No teníamos reloj. Sabíamos que era cosa de caminar unos treinta minutos hasta Aguas Calientes, y además en línea recta, pero pronto debimos admitir que estábamos temblando de miedo. ¿Miedo a qué, realmente? Eso era lo de menos. La situación no daba para reflexionar. Seguimos andando, sin correr por temor a caernos, bajo un cielo sin estrellas que se confundía con la sombra de las montañas. De pronto, una lucecita distante se encendió en la tiniebla; una chispa a diez, veinte metros, entre el follaje. ¿La linterna de alguien, tal vez? Al instante otra, y luego varias más, a izquierda y derecha: una constelación de relampagueos que, sorprendidos y felices, demoramos en identificar como luciérnagas. Yo las había visto antes, en las noches calurosas de St. Louis, pero Laura no, y estaba encantada. La maravilla de esta aparición bastó para tranquilizarnos hasta llegar al pueblo. Después nos reímos de nuestro pánico y dimos gracias a esas luciérnagas oportunas, que nos seguirán acompañando después de haber dejado de brillar.


Escrito por

Luis Hernán Castañeda

Escritor. He publicado las novelas "Casa de islandia", "Hotel Europa", "El futuro de mi cuerpo" y "La noche americana".


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