Arguedas versus Cortázar en la amazonía peruana (Sobre "Las tres mitades de Ino Moxo" de César Calvo, II)
Dos figuras enfrentadas por un debate que tuvo lugar hace cuarenta años aparecen en las páginas de “Las tres mitades de Ino Moxo” (Lima: Peisa, 2011), la novela de César Calvo: Julio Cortázar y José María Arguedas. Recordemos brevemente la hiriente polémica, que tuvo ataques y réplicas, y que es aludida en “El zorro de arriba y el zorro de abajo”. El problema de fondo es quién posee mayor derecho y capacidad para representar, en literatura, la realidad latinoamericana: si el escritor cosmopolita, profesional y expatriado -encarnado por Cortázar-, o el escritor andino, afincado en su país y, además, “provincial”, denominación peyorativa que Arguedas transforma en un valor: el de estar lejos de la industria editorial y del mercado de los libros, pero cerca de las raíces de la cultura y de los orígenes de la propia vocación. Más que una discusión de ideas se trató de un intercambio de pullas e ironías, en el cual Arguedas, emocionalmente afectado por el asunto, y muy dispuesto a ser injusto con Cortázar -como el propio escritor argentino lo fue con él, cosa que más tarde lamentó-, asumió una actitud dolida que no excluyó los dardos envenenados ni la falsa modestia, como se ve en el Primer diario:
“Soy en ese sentido un escritor provincial; sí, mi admirado Cortázar; y, errado o no, así entendí que era don João y que es don Juan Rulfo. Porque de no, Juan, que conoce al infinito el oficio, no debería ser pobre. Yo tuve que estudiar etnología como profesión; el Embajador fue médico; Juan se quedó en empleado. Escribimos por amor, por goce y por necesidad, no por oficio. Eso de planear una novela pensando en que con su venta se ha de ganar honorarios, me parece cosa de gente muy metida en las especializaciones. Yo vivo para escribir, y creo que hay que vivir desincondicionalmente para interpretar el caos y el orden”.
Hoy parece que los términos del debate han cambiado de sentido. Nadie diría, por ejemplo, que vivir dentro o fuera de un país es factor que condiciona la capacidad de referirse a él. El sitio físico del escritor, su laboratorio de escritura, ha perdido importancia. Por otro lado, el propósito de “ser fiel” a un referente cultural, como podría ser el mundo andino, no se cuenta ya entre las misiones “naturales” del escritor latinoamericano. En cuanto al tema del mercado y la profesión, sigue siendo cierto que la gran mayoría de los escritores “carece de oficio” y escribe “por amor, por goce y por necesidad”. Es verdad, la industria editorial en el mundo hispano ha crecido desde los años sesenta, justamente a partir del Boom, pero no ha eliminado otras formas de circulación de la literatura, antiguas y nuevas: la autopublicación -destino y privilegio de tantos-, la editorial independiente, los blogs, los soportes digitales. Creo que la coexistencia de estas alternativas tiende a una estabilización: el universo es suficientemente amplio, digámoslo así, para acoger diversas modalidades de encuentro entre el escritor y el lector.
Volvamos a Calvo. En su novela, Cortázar aparece en el Cusco, recorriendo la fortaleza inca de Sacsayhuamán, guiado por un niño que le muestra y explica el lugar. El narrador, César Soriano, se queda “mirando con los mismos ojos la imagen ternurosa del niño quechua conduciendo a ese gigante claro bajo el poncho negro como si se tratara de su hermano más frágil y pequeño”. La ironía resulta clara; Cortázar es dejado en ridículo cuando, asombrado, pregunta acerca de las rocas gigantes de la fortaleza: “¿Cómo es que alguien pudo, y puede hoy día, moverlas?”. “Cantando, pues, lo hacían” le contesta el niño. Así, el autor de “Rayuela” se nos muestra como un turista, un visitante deslumbrado ante una grandeza que intuye, pero no comprende. Su pregunta es la misma que se hacen todos los que acuden a Sacsayhuamán: maliciosamente, Calvo le roba a Cortázar toda marca de singularidad, lo convierte en el occidental promedio, un poco torpe y avasallado por las ruinas vivientes del Tahuantinsuyo.
Arguedas, por su parte, aparece hacia el final de la novela, pero lejos de ser un visitante extranjero, luce como un ser legendario vislumbrado en una visión fomentada por el ayahuasca: “No pude oírlos más. Me desperté. Con los ojos tapiados quién sabe por cuáles sueños, miré: José María Arguedas volvía caminando sobre el río, desde el embarcadero de Dos de Mayo que se nublaba al frente de la isla, envuelto en una cushma amarilla y flamante”. Arguedas forma parte, de esta manera, de la entraña más profunda del cosmos imaginario que veda la entrada a Cortázar: convertido en una presencia mítica, que existe en el presente y en el pasado más remoto y además delata rasgos de inka, el ciudadano Arguedas abandona la historia y se traslada a una dimensión sagrada. “¡De ahora en adelante ya no vas a ver más! -lo interrumpió la voz de Don Juan Tuesta-. ¡De ahora en adelante, José María Arguedas, tú serás la visión!”.
Se me ocurre que estas apariciones son caídas de la novela de Calvo, que es excelente en otros aspectos. Es obvio que Calvo conoce la polémica de Cortázar y Arguedas, y que esta funciona como telón de fondo. Lamentablemente, el poeta elige la solución más sencilla: darle la razón a Arguedas, como si se tratara de un combate entre mundos antagónicos, y ridiculizar al derrotado. Su proceder es simple: frente a la riqueza cultural andina y amazónica, Cortázar será siempre un invitado, mientras que Arguedas está dentro de ella. ¿No implica este gesto restarle méritos al creador de ficciones, que no ha inventado unos Andes imaginarios, pero sí los ha recreado desde la investigación antropológica y la fabulación literaria? Si el Cortázar de Calvo podría ser un turista cualquiera, ¿no es su Arguedas una divinidad intercambiable por otras, un dios mudo y fugaz entre tantas apariciones de la mareación?